“¿Ve las dos equis negras allá arriba?”, pregunta, y sin darnos tiempo a asentir con la cabeza, agrega “esa es la meta”.

No es la primera vez que escalo. Mi primera vez fue en el 2008, en un gimnasio dedicado a ello, y he escalado un par de veces en Cachí; pero es mi primera vez haciendo bouldering, escalar sin arnés.

Es la primera vez de ella también. Ha visto estas paredes llenas de figurillas de piedra y ha trepado un par de veces, pero nunca en un gimnasio como este, y nunca, con el reto que nos acaban de poner: “solo pueden subir agarrando las presas marcadas de negro”.

Eso reduce el total de posibilidades a unas cinco.

Nos volvemos a ver. Su mirada me pide ir primero y hago caso.

Veo la pared. No sé por dónde empezar. Tengo muchos años sin hacer esto y me da un poco de pena equivocarme.

Busco el primer agarre marcado de negro, que tomo con la mano izquierda, y con la otra, busco otra de las presas permitidas. Coloco mis pies sobre las primeras piedrillas que encuentro. Son realmente pequeñas: apenas caben el dedo gordo y el del lado.

Alzo la vista para localizar la otra presa. Está más arriba, hacia mi derecha. Muevo una pierna y alargo mi brazo derecho para alcanzarla. Acerco mi otra pierna y seguidamente la mano que ocupa el lugar que tenía la otra hace unos segundos.

Se acabó lo fácil: es hora de empezar a subir.

Realmente no está muy alta la meta:  las dos equis negras están, a lo sumo, a tres metros del montón de colchonetas ubicadas en todo el piso de Eskalar, listas para recibir a todos los escaladores cuyas fuerzas sean vencidas por las de la gravedad.

Toca flexionar la pierna y confiar en que el pie encontrará un descanso suficientemente amplio para que funja como una grada sobre la cual empujar todo el peso del cuerpo, mientras la mano alcanza la presa que sigue, a medio metro de mi cabeza.

Encuentro con mi pie izquierdo esa grada. Me empujo y me empiezo a estirarme en busca de la presa que me estabilizará justo antes de alcanzar la meta.

“¿Y si me caigo?”, empieza a dudar mi mente. Mi cuerpo hace caso omiso de la amenaza y llego.

La pierna derecha sigue al resto del cuerpo y busca su propia grada, mientras la mano derecha busca otra piedra de las permitidas para apoyarse. Respiro un tanto aliviada pero escasamente cómoda.

La roca donde descansa mi mano derecha no es nada fácil de agarrar. Apenas puedo tener mi palma ahí, ayudándome a mantener el equilibrio pero no resulta nada viable guindarme de ella si algo sale mal.

Miro arriba: quedan solo dos posibilidades más.

“Caro, estás demasiado alto”, oigo desde abajo. Es Melissa, que espera su turno.

Sé que no es cierto. Mis pies deben estar a nivel de su cabeza o poco más.

“No sé qué hacer de aquí”, le digo. Después de unos segundos de silencio entiendo que ella tampoco lo sabe.

“Tocará empatar allá en ese gato”, pienso. Es una piedra que parece como un gato de orejas puntiagudas. “Si logro colocar cada mano sobre cada una de esas “orejas”, estaré a unos segundos de la meta”, me prometo.

Ahora es el turno de que mi pie derecho busque la grada mientras mi mano izquierda empuja el sostén que tiene para permitirle a la derecha llegar más alto.

Encuentro la grada. Empujo. Mis dedos tocan esa “oreja” e invitan a los de la mano izquierda a llegar a su lado. El pie izquierdo sigue al resto del cuerpo.

“Efectivamente, estoy a unos segundos de la meta”, sonrío.

Muevo un pie, muevo el otro y dejo que mis dedos toquen la meta.

“1, 2, 3 segundos. ¡Ya Caro! ¡Ya!”, grita Melissa entusiasmada.

Con arnés

Seguimos probando las rutas de principiantes, por casi una hora más. Casi siempre yo primero y ella, después. Siempre vigilantes la una de la otra, para apoyar, sugerir o aprender de lo que veía.

Se fueron cansando nuestros antebrazos y nuestra espalda.

El zapato empezó a sentirse más tallado y los dedos calientes.

Las yemas de los dedos de la mano estaban ásperas y roídas de “acariciar” tanta piedra.

Estaba lista para decirle “¿nosva?”, cuando llegó el entrenador del gym.

“¿Listas para la pared?”, preguntó.

Se refería a la pared más alta del gimnasio, esa que mide 12 metros de alto, esa que necesariamente se escala utilizando un arnés por si algo sale mal.

No me sentía con fuerzas pero no quería irme sin probar esa pared.

“Yo estoy muy cansada”, dijo Melissa.

“Vas a ver que esta es más fácil”, replicó el entrenador.

“Yo voy a llegar a esa rayita (a unos dos metros deli piso) y lo más lo más, lo más, a esa caja que está a la par”, dijo.

Melissa ha corrido maratones, competido (y ganado) en carreras de aventura, kayakeado por horas en el mar y competido en triatlones bajo el sol más insoportable que haya yo padecido en mi vida.

Si decía eso era porque realmente estaba cansada (y quizás un poco temerosa de la altura); pero no podía dejarla irse sin saber lo que se siente alcanzar un imposible con las manos.

“No invente. Dele. Si no puede más, se baja. Pero no empiece cerrándose a la posibilidad de terminar”, le pedí.

Sus dedos tocaron la piedra y me volvió a ver con dolor. Pero no dijo nada. Se aferró a las presas y subió los pies, lista para intentarlo.

Tenía que empezar por flexionar las piernas para poder llegar más alto.

“Como gradas, Meli. Como subir graditas”, le dije, recordándole la misma frase que ella utiliza para motivarme a no parar de correr cuando hemos ido a trotar por la montaña.

Empezó a trepar. Al poco rato sus rodillas ya habían superado la “rayita” que ella se había autoimpuesto como primer límite.

Siguió subiendo sin chistar, como si no se acordara de lo que había dicho hacía unos minutos.

Llegó a la caja y se detuvo para mirar abajo.

Gritó asustada.

“Estoy demasiado alto. No me suelte, ¿oyó?”, le advirtió al entrenador, que tallaba la cuerda que sostenía el arnés.

“No la voy a soltar hasta que baje”, le dijo.

“¡Deje de ver para abajo y siga subiendo!”, sancioné, llena de emoción por lo que sabía pronto iba a pasar.

Siguió subiendo. “Pie, pie, mano, mano”, iba diciendo, mientras sus extremidades hacían caso a esas instrucciones, apoyándose, aferrándose, agarrándose a cada posibilidad con la que topaban de camino.

De repente, se había acabado la ruta. Su cabeza estaba pegando al techo del gimnasio y no podía seguir subiendo simplemente porque no había para dínde, porque su cuerpo y su espíritu la hubieran podido llevar lejos, mucho más lejos, como siempre ha sido.

Por eso me gusta tanto escalar: tiene toda la parte del ejercicio, por los músculos que trabajan y dan todo de sí mismos, la parte de la propiocepción (esos sensores que nos permiten encontrar gradas sin poder verlas) y hasta algo de cardio.

Pero lo que más me gusta es todo el trabajo interno: vencer miedos, superar límites que uno se impone, comprobar que uno es más capaz de lo que cree, llegar cada vez más alto. Eso, queridos amigos, es lo que yo llamo dar la milla extra.

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